Marcos 7,31-37: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos


En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.

El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:
-Effetá (esto es, «ábrete).
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.

El les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían:
-Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

REFLEXIÓN (de "El Año litúrgico - Celebrar a Jesucristo" por Adrien Nocent):

Esta escena de la curación nos parece extraña; no debía de ser así en tiempos de Jesús, y formaba parte de prácticas más o menos curativas de la época.

De nuevo nos encontramos ante la prohibición de hablar del milagro. La multitud se encuentra, evidentemente, admirada; tal vez se da cuenta de que tales curaciones anuncian la presencia del Mesías. Se puede pensar así escuchando sus aclamaciones, que podrían ser el eco de poemas populares en el sentido que nos da a conocer Isaías en la primera lectura (Is 35,4-7). Es, sin duda, el motivo de que Jesús les prohiba hablar. Se constata, en efecto, que se impone silencio —aunque no siempre se observa— a propósito de milagros considerados como obras del Mesías que había de venir: "Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan" (Mt 11,5).

Por eso Jesús prohibe contar el milagro en el caso de la curación del leproso, de la resurrección de la hija de Jairo, del sordomudo, del ciego de Betsaida. No quiere desvelar su identidad antes del tiempo previsto; tenía que cumplir su pasión. Quería hacerse conocer progresivamente en la fe. Las reacciones de la gente señaladas por san Marcos a continuación de este milagro denotan un progreso: un grito de aclamación que va dirigido a lo que acaba de suceder, pero que no expresa nada en cuanto a la persona misma de Jesús, aun dando pie a que se pueda reflexionar sobre su identidad.

Podemos, sin embargo, preguntarnos si ese grito de la muchedumbre no es en realidad de los cristianos, iluminados por la celebración pascual de la muerte y de la resurrección de Cristo, que han comprendido la importancia mesiánica del gesto de Jesús, a la luz de los acontecimientos que celebran.

Es sabido cómo la liturgia del bautismo ha utilizado el rito seguido por Jesús.

Isaías anuncia esta venida del Mesías, cuya realización en Jesús queda significada mediante curaciones típicas. San Marcos conocía esta profecía y, al escribir, debió de pensar en ella, al igual que también sus cristianos serían sensibles a ella. Entre el anuncio profético y la venida de Cristo ahora significada, se han sucedido muchas etapas de la historia; y después de esta venida del Mesías y de su pasión gloriosa, nos hallamos situados ante la espera de una nueva venida. Caminamos con la Iglesia y somos testigos de la presencia del Mesías y del cumplimiento de su misión de salvación.

Sólo Cristo puede darnos la luz para caminar por los senderos rectos, como sólo él puede curar nuestra lepra y arrancarnos de la muerte. Constantemente se nos ofrecen estos milagros espirituales, y el espectáculo del don de la fe despierta la admiración en quien es su testigo. Sabemos que los milagros liberadores de Jesús continúan, sin que seamos siempre capaces de verlos ni de expresarlos.

Nuestra dificultad consiste en la interpretación de los signos que vemos en nuestros días; es el mismo problema —aunque después de veinte siglos de experiencia de la Iglesia— que el de los discípulos que vivían con Jesús. Era preciso verle tal como era, formarse del Mesías una idea distinta de la imaginada; era preciso intentar comprender el significado de sus milagros, y es sabido cómo la primera proposición que hizo del signo de la eucaristía —comer su cuerpo y beber su sangre—, chocó con una dura y penosa incomprensión por parte de muchos.

Todavía en nuestros días, en torno a los signos sacramentales, que afirman la presencia del Reino y la marcha hacia su definitiva constitución, se realizan muchos milagros: interiores, luz de conversión que ilumina a un hombre o a un grupo de hombres que no pueden ya vivir si no es centrados en la muerte y resurrección de Cristo, y para quienes la existencia humana adquiere un sentido nuevo. Lejos de menospreciarla, trabajan en su progreso, pero le asignan un objetivo invisible que sobrepuja las pretensiones de los hombres.

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